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Los días perdidos
Hace ya muchos años -dijo el abuelo a su nieto- un emperador romano promulgó un edicto para que se reunieran en la plaza del Capitolio cien personas mayores de sesenta años, hombres y mujeres de toda clase y condición, empadronados en la ciudad de Roma, para hablar con ellos y recibir un obsequio especial del emperador.
Tantos acudieron que la guardia de Palacio tuvo que intervenir para evitar que el número de ciudadanos sobrepasara el número de cien.
__ ¡Basta! Ya es suficiente – dijeron los guardias.
Todos quedaron sorprendidos de que el emperador en persona quisiera recibirlos para hablar con ellos y ofrecerles un regalo. Se sentó el emperador delante de una mesa de alabastro en medio de la plaza y les dijo:
__ Me congratula hablar con vosotros, ciudadanos y amigos de edad provecta, porque habéis tenido tiempo para aprender y practicar lo mejor de la vida; pero si cada uno de vosotros, y yo también me incluyo, vuestro emperador Flavio Vespasiano Tito, descontáramos los días perdidos ¿Qué edad tendríamos?
__ ¿Qué son los días perdidos? – le preguntó uno del grupo de los cien.
__ Aquellos días –le respondió- que no hayamos hecho una obra buena.
Todos se quedaron pensativos, y continuó diciendo el emperador:
__ Os he prometido que os daré un obsequio a cada uno de vosotros y este obsequio consiste en cien denarios de plata; pero con una condición: que la última obra que habéis hecho haya sido buena. Todos se alborozaron de alegría pensando que dirían al emperador cualquier obra que se les ocurriera que ellos consideraran buena.
__ Yo le he dado un plato de comida a un mendigo –dijo uno de ellos.
__ Yo conduje a su casa aun niño que se perdió en la ciudad.
__ Yo le di unas sandalias a mi vecino porque era pobre y andaba descalzo.
Y así sucesivamente le fueron relatando al emperador cada uno de los cien, las buenas obras que se les vino a la mente.
__ ¡Bien! ¡Bien! –dijo el emperador– no tengo nada que objetar a esas buenas obras que me habéis dicho, pero mi dádiva de cien denarios de plata, recordad que es para aquellos que su última obra haya sido buena.
No veo en vuestro grupo de cien ciudadanos ninguna mujer, ningún tullido, pobre, cojo o ciego; y muy pocos ancianos que superen los setenta años.
Habéis apartado violentamente de vuestro lado a los más débiles para así aseguraros vosotros el privilegio de hablar con vuestro emperador y recibir mi regalo; pero no lo recibiréis porque vuestra última obra que habéis hecho no ha sido buena.
Entonces, todos se marcharon lentamente, cabizbajos, hasta que la plaza se quedó vacía.
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